Thursday, August 9, 2012

Ciudadanos en cierne: la ilegalidad


Ciudadanos en cierne: la ilegalidad

Héctor Aguilar Camín

México es un adulto electoral y un bebé ciudadano. Quien analice las últimas elecciones descubrirá que este país, tanto tiempo paraíso del fraude, tiene un electorado inteligente que ha ido destruyendo los poderes sin contrapeso de la costumbre nacional, para pintar un mapa de poderes competidos, gobernantes sin mayorías absolutas, partidos con distinto peso regional.
 


Hay pocas dudas del buen instinto y la inteligencia de ese electorado. En muchos sentidos, es un colectivo ejemplar. Una paradoja profunda de la cultura política mexicana es que ese mismo colectivo, impecable en materia electoral, es un menor de edad en otros ámbitos de una ciudadanía democrática. No cree en la ley, no apoya a la autoridad, espera del gobierno más de lo que le da. Su memoria histórica rebosa de pobres lecciones democráticas, glorifica la violencia, la derrota, el victimismo y la desconfianza.


El compromiso de la ciudadanía mexicana con la legalidad es bajo. Tiene tendencia a ver las leyes como un espacio de negociación antes que como un marco de obligaciones específicas que hay que cumplir.


La ilegalidad organizada tiene capacidad de negociación política. Quien viola la ley siente que está en lo correcto y defiende su ilegalidad como un derecho. Si resiste con eficacia, se vuelve interlocutor de la autoridad. De culpable, el infractor pasa a demandante, acaba volviéndose aliado político.


Convertidos en un colectivo, los ciudadanos defienden su parcela de ilegalidad hasta volverse parte del sistema político. Son ciudadanos ilegales con plenos derechos. La autoridad prefiere negociar por encima de la ley a reprimir aplicándola. Se corporativiza el delito, se diluye la autoridad.


La sociedad adquiere un nuevo paisaje: el de los delitos colectivos tolerados. La comunidad ilegal organizada se vuelve parte de la ciudadanía legítima. La tolerancia y la negociación se vuelven formas de la impunidad.


La violación continua del estado de derecho propicia una legitimidad torcida. Los ciudadanos que cumplen la ley tienen que preguntarse: ¿no es más rentable violarla? Alguien puede ir a la cárcel por no pagar impuestos. Otros, por no pagarlos, se vuelven interlocutores de la autoridad. No solo no pagan por su infracción, ganan con ella.


La tolerancia a la ilegalidad, la incapacidad de cumplir la ley, no puede conducir sino a la inseguridad pública.


La cultura de la tolerancia a la ilegalidad es la hermana menor del mayor azote que tiene la vida pública en materia de procuración de justicia: la impunidad, piedra de toque de los delitos en todas sus formas.

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