Si hubiera un premio al hombre de negocios más necio del país
propondría dárselo a Dan Cathy, el presidente de los restaurantes Chic
Fil A, quien declaró que su empresa apoya el matrimonio tradicional y
que aquellos que abogan por el de parejas del mismo sexo "están
invitando el juicio de Dios sobre nuestra nación". Mr. Cathy no solo
mostró así su estulticia al presumir de un conocimiento íntimo de Dios
que le queda grande, lo que en definitiva hacen a diario miles de hijos
de vecinos igualmente ignorantes o arrogantes; también violó un
principio cardinal de la libre empresa norteamericana: deja que tus
productos hablen por sí mismos y no les insufles a ellos ni a tu empresa
tus criterios políticos, sociales o religiosos. Pero lo cierto es que
el hombrín tiene todo el derecho que le dan nuestra Constitución y
nuestras leyes para decir esta boca es mía. E incluso misa. Y que otros
tienen derecho a elogiarlo o criticarlo, mas no a censurarlo.
El asunto bien pudiera haberse zanjado así si no hubiera sido porque personajes situados a ambos extremos del péndulo político decidieron iniciar lo que algunos sociólogos, o colegas periodistas camuflados como sociólogos, de inmediato calificaron de “guerra cultural’’. Parientes de la extrema derecha celebraron un “Día de Solidaridad’’ con Chic Fil A y dispararon las ventas de la cadena a niveles récord, para perplejidad y agravio de nuestra comunidad gay, es decir, de nuestros familiares, amigos, vecinos y compañeros de trabajo homosexuales. Y parientes de la extrema izquierda respondieron con un Día del Beso Gay en restaurantes Chic Fil A que, aunque menos concurrido, no dejó de ocupar las primeras planas ni los primeros segmentos de los telediarios, para contrariedad del señor Cathy quien, es de suponer, superó la ocasión a base de tranquilina y valium.
Esta escaramuza dejó colgando la pregunta de si, en efecto, el país vive una guerra cultural digna de ese nombre o si, por el contrario, lo de Chic Fil A fue un viento platanero en medio de la tormenta de nuestras habituales y enjundiosas discordias. Yo, por mi parte, soy del criterio de que la historia de Estados Unidos está jalonada de incesantes guerras y guerritas culturales que a menudo no fueron tan benignas como la pugna por la filetería de pollo. La de la independencia y la civil son los ejemplos más evidentes y cruentos. Pero también libraron guerras culturales amos blancos y esclavos negros, descendientes de británicos y de escoceses e irlandeses, inmigrantes italianos y judíos con WASPS; beatniks yhippies con conservadores de los 50 y 60, respectivamente; y guerras culturales libran hoy inmigrantes hispanos con el establishment blanco no hispano.
En definitiva, la guerra cultural es el estado natural de una sociedad tan diversa, compleja y libre como la estadounidense. Y la mayoría de los que nacieron aquí, y de los que vinimos como inmigrantes o exiliados, nos quedamos porque valoramos esa diversidad y la oportunidad que ella nos ofrece para dirimir conflictos, con mayor o menor energía y estridencia, pero fundamentalmente de manera pacífica, amparándonos en un sistema político y electoral a prueba de tiranos y en el marco de unas leyes evolutivas que tienden a emparejarnos y a beneficiarnos a todos y que, en el peor de los casos, nunca nos niegan el derecho al pataleo. Ni siquiera en los momentos más difíciles de la república, como durante los asesinatos de presidentes, después de atentados terroristas o de esas masacres irracionales que han puesto de moda las leyes permisivas sobre la venta de armas.
Si algo hay que lamentar de nuestras guerras culturales es que suelen librarse en los extremos. Sus protagonistas son con frecuencia los miembros más exaltados de grupos radicales. Y la mayoría de los norteamericanos permanecemos como espectadores pasivos que, a lo sumo, expresamos nuestras opiniones en encuestas manipuladas o superficiales en lo que preguntan y en lo que infieren. Pero lo cierto es que mediante esa dinámica se ha ido fraguando la república con más aciertos que desaciertos. Y que cada guerra cultural presagia nuevas formas de convivencia en las que mezclamos viejos y nuevos valores. Y las virtudes suficientes como para seguir siendo lo que desde 1789 proclamara el sello de la nación: e pluribus unum, diversos en la unidad, unidos en la diversidad. Acaso pedir más sería volvernos demasiado golosos.
El asunto bien pudiera haberse zanjado así si no hubiera sido porque personajes situados a ambos extremos del péndulo político decidieron iniciar lo que algunos sociólogos, o colegas periodistas camuflados como sociólogos, de inmediato calificaron de “guerra cultural’’. Parientes de la extrema derecha celebraron un “Día de Solidaridad’’ con Chic Fil A y dispararon las ventas de la cadena a niveles récord, para perplejidad y agravio de nuestra comunidad gay, es decir, de nuestros familiares, amigos, vecinos y compañeros de trabajo homosexuales. Y parientes de la extrema izquierda respondieron con un Día del Beso Gay en restaurantes Chic Fil A que, aunque menos concurrido, no dejó de ocupar las primeras planas ni los primeros segmentos de los telediarios, para contrariedad del señor Cathy quien, es de suponer, superó la ocasión a base de tranquilina y valium.
Esta escaramuza dejó colgando la pregunta de si, en efecto, el país vive una guerra cultural digna de ese nombre o si, por el contrario, lo de Chic Fil A fue un viento platanero en medio de la tormenta de nuestras habituales y enjundiosas discordias. Yo, por mi parte, soy del criterio de que la historia de Estados Unidos está jalonada de incesantes guerras y guerritas culturales que a menudo no fueron tan benignas como la pugna por la filetería de pollo. La de la independencia y la civil son los ejemplos más evidentes y cruentos. Pero también libraron guerras culturales amos blancos y esclavos negros, descendientes de británicos y de escoceses e irlandeses, inmigrantes italianos y judíos con WASPS; beatniks y
En definitiva, la guerra cultural es el estado natural de una sociedad tan diversa, compleja y libre como la estadounidense. Y la mayoría de los que nacieron aquí, y de los que vinimos como inmigrantes o exiliados, nos quedamos porque valoramos esa diversidad y la oportunidad que ella nos ofrece para dirimir conflictos, con mayor o menor energía y estridencia, pero fundamentalmente de manera pacífica, amparándonos en un sistema político y electoral a prueba de tiranos y en el marco de unas leyes evolutivas que tienden a emparejarnos y a beneficiarnos a todos y que, en el peor de los casos, nunca nos niegan el derecho al pataleo. Ni siquiera en los momentos más difíciles de la república, como durante los asesinatos de presidentes, después de atentados terroristas o de esas masacres irracionales que han puesto de moda las leyes permisivas sobre la venta de armas.
Si algo hay que lamentar de nuestras guerras culturales es que suelen librarse en los extremos. Sus protagonistas son con frecuencia los miembros más exaltados de grupos radicales. Y la mayoría de los norteamericanos permanecemos como espectadores pasivos que, a lo sumo, expresamos nuestras opiniones en encuestas manipuladas o superficiales en lo que preguntan y en lo que infieren. Pero lo cierto es que mediante esa dinámica se ha ido fraguando la república con más aciertos que desaciertos. Y que cada guerra cultural presagia nuevas formas de convivencia en las que mezclamos viejos y nuevos valores. Y las virtudes suficientes como para seguir siendo lo que desde 1789 proclamara el sello de la nación: e pluribus unum, diversos en la unidad, unidos en la diversidad. Acaso pedir más sería volvernos demasiado golosos.
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